martes, 22 de diciembre de 2009

UNIVERXIA. Prólogo

Han pasado tanto tiempo que bajo el prisma de mi inmortalidad, todo aquello parece atrapado en un instante entre segundos. El mundo terminó, todo terminó, pero mi mente se resiste a olvidar rostros, lugares y circunstancias vividas con la intensidad de lo que entonces era un ser humano. Pero ya no lo soy. El destino me convirtió en algo más. En aquella ciudad mucha gente estaba por encima de los estándares físicos decretados por la humanidad. Univerxia era como un lugar inexistente, bucólico, brillante y majestuoso. Con el paso del tiempo he intentado comprender lo que ocurrió. Mi cerebro se insta a encontrar una explicación a aquella debacle.


Univerxia. La ciudad de los prodigios, de los capiteles dorados y las torres de cristal erigidas hacia el cielo. Capaz de encontrar lo mejor y lo peor de cada individuo. Al final me convertí en un mero observador, en un acechador de vidas que no me pertenecían. Pero déjame contarte lo que pasó. No sé quién eres. Ni siquiera puedo llegar a imaginar qué eres y si comprendes estas palabras. Sin embargo, lo que sucedió en Univerxia y las desastrosas consecuencias que tuvieron para el planeta Tierra merece ser recopilado en algún tipo de registro. No sé en que parte del universo has encontrado esta sonda, pero la información que en ella encontrarás pertenece a la Tierra. Mi planeta. El tercero de un sistema solar al que los terrestres llamábamos El Sistema Solar y que se encontraba en un rinconcito olvidado de la Vía Láctea. Pero déjame empezar por el principio...

En realidad, nadie sabe exactamente en que momento aparecieron los primeros genomax en Univerxia, pero todo parece indicar que fue después de la aparición de las grandes naves en el cielo. El 22 de diciembre de 2009, justo dos días antes de nochebuena, el firmamento se colapsó con lo que fue denominado objetos volantes no identificados. Aquellas naves eran imponentes y para los humanos, que siempre han creído ser el centro del universo, fue algo verdaderamente aterrador. Todos pensaban que se trataba del fin del mundo. Mas no fue así. Llegaron y a las veinticuatro horas, tras haber ignorado los intentos de comunicación por parte de los terrestres, un gran fogonazo de luz cubrió como un manto brillante la ciudad. Cuando todo volvió a la normalidad, se habían ido. Tan silenciosa y misteriosamente como habían llegado. Poco después comenzaron a surgir entre la población individuos con habilidades especiales. Algún periodista denominó a estas personas genomax. Los genomax eran unos personajes de unas novelas de ciencia ficción baratas, que habían sido creados por el escritor William Sanders, y que también poseían poderes especiales. Aquel reportero estableció una conexión casual entre ficción y realidad, pero lo cierto es que el nombre permaneció.


Probablemente, Tony Dédalo fuera de los primeros genomax en tomar conciencia de en lo que se había convertido. Era un estudiante de bellas artes, bohemio y soñador, que arrastraba un currículum de persona rara y antisocial. Pero en realidad no era así. Sólo era alguien extremadamente tímido que se refugiaba en su pintura y al que entablar una relación social con alguien se le antojaba más difícil que escalar una montaña. Aquel día había salido de su estudio, situado en el casco antiguo de Univerxia, con una sensación extraña. Ya hacía más de dos semanas que las naves habían desaparecido y la humanidad comenzaba a tratar aquello como un extraño sueño. Caminaba por la calle con un molesto dolor de cabeza que ya había intentado mitigar con un analgésico potente pero que, hasta el momento, no había surtido efecto. El dolor se incrementaba con tanta fuerza que se encontraba a punto de derrumbarse. Tanto es así que, sin poder evitarlo, cayó de rodillas en medio del pavimento, justo al tratar de cruzar en un semáforo. Sin embargo, cuando parecía que iba a perder la consciencia de un momento a otro, sintió que algo le acechaba y que se encontraba en peligro. Un coche conducido a una velocidad poco adecuada para transitar por una calle como aquella, estaba a punto de atropellarle. Todo parecía perdido. El conductor o estaba bebido o no lo veía, pero no parecía dispuesto a detenerse. Tony no sabría decir que le indujo a saltar, pero lo cierto es que de pronto sintió que una energía desmesurada recorría los músculos de sus piernas. Flexionó sus rodillas con convicción y, como arrastrado por el viento, surcó el aire y aterrizó en la cornisa del edificio del otro lado de la calle, situado a casi cincuenta metros. Era de noche. A aquellas horas no había nadie que hubiera podido verlo. Tony observó como el vehículo que había estado a punto de arrollarlo se alejaba como si nada hubiera pasado. Los genomax habían llegado.

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